También hubo días de sol y playa, arena y agua salada. La mayoría de esas veces tenía que esperar pacientemente a que llegase el fin de semana para que me llevase mi tía en su tiempo libre. Y cada fin de semana se convertía en una ardua rutina, con la agradable recompensa de oler de nuevo a salitre y mar.
Por aquel entonces recorríamos en autobús los escasos 10 km que nos separaban de la costa. Pero antes tendríamos que esperar una larga cola para subir al vehículo. A veces algún@ se intentaba colar para protesta del resto, que esperaba con ansia el turno de ponerse a cobijo del inclemente sol. Luego, una vez pagado el billete, y con el infortunio de no haber cogido asiento, debíamos esperar otro buen rato hasta que, por fin, no entraba un alma más. Todos apretujados, el trayecto se hacía un verdadero calvario. Y aún más se hacía el de vuelta, cansadas ya de la jornada playera.
Cuando, en alguna de esas muchas ocasiones, éramos afortunadas de encontrar un asiento libre, mi tía siempre me lo cedía, para así librarme de” morir engullida” bajo toda aquella gente. El día que la suerte no nos sonreía, me agarraba fuertemente a su vestido y miraba hacia arriba, donde solo veía cabezas asomando, intentando coger aliento. Todo esfuerzo merecía la pena.
Una vez se abrían las puertas y bajábamos en manada del autobús, ya se podía respirar el agua salada. Pasábamos por delante del heladero, aunque eso tocaría terminada la jornada. Yo no podía resistir el impulso de correr hacia la playa, pero mi tía rápidamente me frenaba, puesto que había unas escaleras un tanto peligrosas. Tendíamos las toallas, me quitaba el vestido y allí estaba, bajo un ardiente sol y un mar casi siempre embravecido. No recuerdo haber sido una niña que jugara con el típico cubo y pala. Siempre encontraba qué hacer… o qué deshacer… Hacía montículos con la arena, o, por el contrario, cavaba hoyos sin más… Después me enterraba las piernas con la arena o chapoteaba en la orilla. Años más tarde, fue ella también quien me enseñó a nadar y me apuntó a clases de natación para perfeccionar la técnica. Aunque creo que la correcta siempre se me resistió.
Al final de la jornada, quedaba disfrutar del helado camino de vuelta o sentadas en una terraza. Y así transcurrían mis días de playa. Y así pasaba la semana, anhelando que llegase de nuevo el sábado para oler de nuevo a salitre y mar.
Por aquel entonces recorríamos en autobús los escasos 10 km que nos separaban de la costa. Pero antes tendríamos que esperar una larga cola para subir al vehículo. A veces algún@ se intentaba colar para protesta del resto, que esperaba con ansia el turno de ponerse a cobijo del inclemente sol. Luego, una vez pagado el billete, y con el infortunio de no haber cogido asiento, debíamos esperar otro buen rato hasta que, por fin, no entraba un alma más. Todos apretujados, el trayecto se hacía un verdadero calvario. Y aún más se hacía el de vuelta, cansadas ya de la jornada playera.
Cuando, en alguna de esas muchas ocasiones, éramos afortunadas de encontrar un asiento libre, mi tía siempre me lo cedía, para así librarme de” morir engullida” bajo toda aquella gente. El día que la suerte no nos sonreía, me agarraba fuertemente a su vestido y miraba hacia arriba, donde solo veía cabezas asomando, intentando coger aliento. Todo esfuerzo merecía la pena.
Una vez se abrían las puertas y bajábamos en manada del autobús, ya se podía respirar el agua salada. Pasábamos por delante del heladero, aunque eso tocaría terminada la jornada. Yo no podía resistir el impulso de correr hacia la playa, pero mi tía rápidamente me frenaba, puesto que había unas escaleras un tanto peligrosas. Tendíamos las toallas, me quitaba el vestido y allí estaba, bajo un ardiente sol y un mar casi siempre embravecido. No recuerdo haber sido una niña que jugara con el típico cubo y pala. Siempre encontraba qué hacer… o qué deshacer… Hacía montículos con la arena, o, por el contrario, cavaba hoyos sin más… Después me enterraba las piernas con la arena o chapoteaba en la orilla. Años más tarde, fue ella también quien me enseñó a nadar y me apuntó a clases de natación para perfeccionar la técnica. Aunque creo que la correcta siempre se me resistió.
Al final de la jornada, quedaba disfrutar del helado camino de vuelta o sentadas en una terraza. Y así transcurrían mis días de playa. Y así pasaba la semana, anhelando que llegase de nuevo el sábado para oler de nuevo a salitre y mar.

“Una de las cosas más afortunadas que te pueden suceder en la vida es tener una infancia feliz “.
– Agatha Christie
Imagen de http://www.pexels.com
Un bonito recuerdo Cristina, expresado con ese punto de melancolía que lo hace muy entrañable.
Saludos desde mi ventana con vistas al Mediterráneo.
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👏
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Los recuerdos de ir a la playa no tienen nada que ver con los de ahora. De antes era una excursión urbana, en mi caso, que ni los días más nublados la anulaban.
Saludos Cristina 🖐️
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Jajajjaa yo también tengo hermosos recuerdos de aquellos días!!!!
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Totalmente!!!
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Ir a la playa sería una fiesta; y con la tía más. Seguro que era más divertida y juguetona; no porque las madres, cuando se tienen, sean más aburridas, es que las tías se prestan más al juego y la confianza. Precioso relato.
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Así es Alfonso….Pude disfrutar más con ella que con mis padres, pues siempre estaban trabajando. Gracias.
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